“Analizando el origen de una mentira útil: la post-verdad”
Por LISANDRO PRIETO FEMENIA.- Seguramente habéis escuchado en los años recientes de manera recurrente reflexiones bastante licuadas de contenido en torno a la “era de la posverdad“. Pero ¿qué es eso de la post-verdad? Pues bien, si Ud. cree que nada de lo que se le dice vía institucional, académica, mediática o política es cierto, Ud. ha comprendido cabalmente el término. Pero hagamos un poco de espeleología sobre el término y genealogía sobre sus orígenes, puesto que nada viene de la nada.
El prefijo post-o pos- hace referencia a “lo que viene después de”, en este caso en particular, el pensamiento posterior a la modernidad. Quien introduce el concepto de “post-modernidad” con popularidad en el campo académico-intelectual fue el filósofo francés J.F. Lyotard (1924-1998), en su obra “La condición postmoderna” (1979) en la cual intenta, mediante el pretexto de realizar un análisis del saber en los países económicamente desarrollados, desplegar una reflexión en torno a los quiebres que se han producido en torno a la cosmovisión moderna hasta la contemporaneidad. Asimismo, en su obra denominada “La postmodernidad explicada a los niños” (1986), en respuesta a una serie de cartas y críticas recibidas por la lectura de “La condición postmoderna“, Lyotard expondrá su “Misiva sobre la historia universal” para brindar su versión de una filosofía de la historia, en base a la famosa metáfora de “la muerte de los metarrelatos” (o los “grandes relatos“), léase también la idea como la caída de los grandes ídolos –ismos- de la historia. ¿A qué relatos se refiere el francés?
Brevemente intentaremos repasar la perspectiva del francés. En primer lugar, se refiere particularmente al relato del cristianismo, también conocido como la doctrina religiosa y espiritual fundada por Jesús de Nazaret, en la cual el Hijo de Dios padece una serie de tormentos en pos de la redención de los pecados de la humanidad. El “relato” se sustentaría, según Lyotard, en la promesa de salvación y redención por el sacrificio ofrecido por Dios para brindar la posibilidad del acceso al reino de los cielos. En segundo lugar, el marxismo, relato ofrecido por Marx y Engels que promete un nivel de plenitud comunitaria mediante la revolución proletaria que conseguiría el fin de las luchas de clases. En tercer lugar, nos encontramos con el relato moderno del iluminismo, que se funda en el racionalismo imperante que entrona a la razón como deidad que nos conduciría indeclinablemente a un mundo racional y a un progreso, consecuencia de ello, inexorable e indetenible. Consecuentemente y finalmente, hace aparición el cuarto relato, la promesa de prosperidad globalizada del capitalismo.
Como habrán podido apreciar, a pesar de las sustanciales diferencias entre los ismos precedentemente señalados, según Lyotard tienen algo en común: todos ofrecían una visión teleológica de la historia (siempre se apunta a una finalidad concreta e inevitable) y a una correspondiente promesa. Ahora bien, es preciso detenernos un segundo aquí y preguntar: ¿qué legitiman estos relatos? ¿A qué apuntan esas promesas que ofrecen? Vamos por parte.
En primera instancia, el cristianismo estaría legitimando una historia de la humanidad paralela pero vinculada intrínsecamente con una historia divina que ofrece la salvación mediante el perdón de todos los pecados. El iluminismo pretendía legitimar la primacía de la razón en pos de un progreso constante, lo cual permitiría por consecuencia lógica al próximo, el capitalismo que buscaría legitimar la economía global de libre mercado que promete bienestar generalizado mientras que el marxismo buscaba fundamentar una especie de plenitud comunitaria en una sociedad que no tenga clases.
Ahora bien, si dispensamos de las brújulas que dispensan dichos ismos, ¿qué queda? Aparentemente podemos leer esta ficción fundante de la total decadencia epistemológica, científica, política y cultural de dos modos, arbitrariamente seleccionada: en uno de ello, se estaría dando espacio a los micro-relatos o al “no-relato”. El proceso interminable de fragmentación de interpretaciones de hechos de la historia conformarían a la historia misma, y no ya la idea de un relato único bajo el cual se acomodarían los estadios epocales. Es aquí, en la consideración y en el respeto por aquellos microrrelatos donde entra a jugar su papel fundamental el liberalismo político y económico, preponderantemente anglosajón. ¿Por qué? Porque justamente la idea de “mercado” en el neoliberalismo es la idea de pluralidad por excelencia, al igual que la social democracia capitalista que se muestra (y se vende) como una forma de vida que priorizaría el amparo a dichas minorías que portan, asimismo, sus propios relatos en un todo supuestamente organizado armoniosamente bajo dispositivos de consensualismos que detentan la autoridad de lo políticamente correcto.
Y ahora es momento de ir al hueso: si el abuso del recurso a la deconstrucción nos ha posicionado ante un mundo en el cual nada es verdadero pero todo es interpretable (paradoja contradictoria, puesto que para interpretar algo, es necesario que ese algo exista) y relativo, ¿qué es cierto? Pregunta violenta si las hay, puesto que asistimos a un tiempo histórico en el cual pretender decir o saber la verdad es considerado un acto literal de violencia. La ofensa se sobrepone a la demostración y las emociones se priorizan a la razón. Si nada es cierto, y todo es relativo, ¿qué queda? ¿Cómo podemos transformar una historia si la misma es un relato de un caos de supuestas multiplicidades? Estimado lector, es comprensible el agobio ante semejante planteamiento, y si bien es cierto que en un breve artículo de opinión no lo podríamos desarrollar cabalmente, he aquí un esbozo de pensamiento que se ofrece con la intención de brindar un poco de claridad y sensatez: nos han engañado.
El engaño ha consistido en instaurar regímenes discursivos (que son estrictamente políticos) en los cuales se instala un doble juego paradojalmente macabro: se destruye cualquier pretensión de verdad, veracidad o facticidad negando toda posibilidad de asertividad a cualquier tipo de conocimiento que pretenda establecer reglas teóricas sustentadas en hechos empíricos; se deconstruyen las concepciones que antes aglutinaban de cierta manera algunos rumbos en común y se instaura el reino de un falso pluralismo disgregador que si bien pregona respeto por lo diverso impone a fuerza de espada una verdad única y un régimen posible.
¿Qué hay entonces? ¿Qué nos queda? En respuesta a ello, podríamos contrarrestar que hay hechos, y hay interpretaciones de los hechos (no todo es literal, ni todo es relativo). Hay verdades evidentes, fenómenos demostrables por sí mismos, y acontecimientos difíciles de dilucidar. Hay argumentos fundamentados anclados a hechos y hay también opiniones sesgadas y prejuiciosas que desprecian cualquier anclaje al sentido común.
El coraje de pensar nos permitirá vislumbrar que los liberadores de las cadenas dogmáticas del pensamiento moderno no son más que serviles mercaderes adaptados al globalismo propio de un capitalismo salvaje cuya función, lejos de ser la emancipar y educar para libertad, es la de ser funcionales a agendas políticas de disgregación comunitaria en supuesto favor de un pluralismo que en el fondo es bastante demagógico y totalitarista. No desespere, la filosofía de la buena siempre estará a la mano para desenmascarar a dichos farsantes diletantes y nos seguirá susurrando al oído: donde todos piensan igual, nadie piensa.
Este artículo de opinión es cortesía del escritor, filósofo y docente, Lisandro Prieto Femenía – San Juan – Argentina
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