Por los caminos del Señor: Las tres “pes” del Misionero (Palabra, Pan y Perdón)
Por el Padre JUAN TRIVIŇO /ST.- Apreciados Lectores. Paz y bien. Dios con nosotros en el mes de octubre misionero, en que cada bautizado esta en el deber de retomar su labor misionera y evangelizadora en el cumplimiento recibido desde el día de nuestro bautismo.
Como lo prometido es deuda, hoy les comparto esta quinta y última lectura para la degustación y apropiación de nuestra tarea misionera como hombres y mujeres de iglesia que somos Por favor no escatimemos detalles y reflexión particular porque hoy más que nunca necesitamos retomar nuestro amor y obediencia Cristiana, para saberle responder a nuestro Maestro, Rey de Reyes y Señor de Señores
LAS TRES «PES» DEL MISIONERO
Transcribo a continuación una anécdota, de Miguel Rivilla, que leí en la revista Ave María, nº 668. Procede de la homilía de D. Antonio Montero (obispo de Badajoz, España), con ocasión de sus bodas de oro sacerdotales.
“En una de mis visitas a nuestros sacerdotes misioneros en los Andes de la Amazonia peruana, me encontré a uno de ellos, ya mayor, polvoriento y sudoroso bajo el poncho y cayado en mano. -¿Cómo estás y cómo te va? -Pues, le digo a usted, mi obispo, lo mismo que le digo al Señor cada mañana: repartiendo las tres ‘pes’: tu Palabra, tu Pan y tu Perdón“.
¡Qué hermosa tarea y misión la llevada a cabo por el viejo misionero y por tantos miles de sacerdotes ignorados en el mundo entero! Apenas nadie se haya fijado en su callada y oculta tarea de años. Han dejado jirones de sus vidas en el empeño. No hicieron nunca obras aparatosas y que llamaran la atención de los medios. Ni han levantado grandes edificios, ni han fundado una obra que les recuerde, ni siquiera han escrito un sencillo folleto. Sólo -nada más, pero nada menos- HAN DEDICADO SU VIDA ENTERA A REPARTIR LAS TRES “PES” ENTRE SUS HERMANOS, LOS HOMBRES. ¿Hay quien pueda dar más? Creo que ha merecido la pena, y nuestro sincero agradecimiento.
A mi colegio de monjas de la congregación del Amor de Dios iba, de vez en cuando, a visitarnos alguna misionera recién llegada de Nigeria o Mozambique. Eran mujeres que habían entregado su juventud a Dios y que después de profesar, habían solicitado voluntariamente un traslado a aquellas regiones fustigadas por el hambre y la pólvora y las epidemias más feroces, para inmolarse en una tarea callada. Eran mujeres enjutas, prematuramente encanecidas, calcinadas por un sol impío que había agostado los últimos vestigios de su belleza, y sin embargo risueñas como alumbradas por unas convicciones indómitas.
Habían renunciado a las ventajas de una vida regalada, habían renunciado al regazo protector de la familia y la congregación para agotarse en una labor tan numerosa como las arenas del desierto.
Entregaban su vida fértil en la salvación de otras vidas con un denuedo que parecía incongruente con la fragilidad de sus cuerpecillos entecos, reducidos casi a la osamenta.
Con cuatro pesetas y toneladas de entusiasmo, habían puesto en marcha comedores y hospitales y escuelas, habían repartido medicinas y viandas y con suelo espiritual, habían enseñado a los indígenas a labrar la tierra y a cocer el pan También habían velado la agonía de mucho niños famélicos, habían apaciguado el dolor de muchos leprosos besando sus llagas, habían sentido la amenaza de un fusil encañonando su frente. ¿De dónde sacaban fuerzas para tanto?
“Un día descubrí que Dios no era invisible recuerdo que me contestó una de aquellas misioneras-. Su rostro asomaba en el rostro de cada hombre que sufre”. Este descubrimiento las había obligado a rectificar su destino. “Si no atendía esa llamada, no merecía la pena seguir viviendo”.
Y así se fueron a África o a cualquier otro arrabal del atlas, con el petate mínimo e inabarcable de sus esperanzas, dispuestas a contemplar el rostro multiforme de Dios. A veces tardaban años en volver, tantos que, cuando lo hacían, sus rasgos resultaban irreconocibles incluso para sus familiares; luego, tras una breve visita, regresaban a la misión, para seguir repartiendo el viático de su sonrisa, la eucaristía de sus desvelos. Voluntariamente de la vida, eran despedazadas por las epidemias que trataban de sofocar, o fusiladas por una partida de guerrilleros incontrolados.
Si los periódicos dedicasen la misma atención a la epopeya anónima y cotidiana de los misioneros que a este escándalo tan sórdido de abusos y violaciones y embarazos y abortos, no quedaría papel en el mundo. Repartidos por los parajes más agrestes u hostiles del mapa, una legión de hombres y mujeres de apariencia humanísima y espíritu sobrehumano contemplan cada día el rostro de Dios en los rostros acribillados de moscas de los moribundos, en los rostros tumefactos de los enfermos, en los rostros llagados de los hambrientos, en los rostros casi transparentes de quienes viven sin fe ni esperanza.
Un día descubrieron que Dios no era invisible, que su rostro se copia y se multiplica en el rostro de sus criaturas dolientes, y decidieron sacrificar su vida en la salvación de otras vidas, Que nos cuenten su epopeya silenciosa y cotidiana, que divulguen su peripecia incalculablemente hermosa, a ver si hay papel suficiente en el mundo.
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